Cuentos Absurdos E Historias Sin Sentido #1
La Chimenea Del Señor Hickell
Cuando su abuelo murió, el entonces pequeño Arthur Hickell asumió total responsabilidad de la tarea que por siglos venía desempeñando su familia. Sólo en una ocasión
llegó a preguntar por qué lo hacían, y tras recibir un ostentoso silencio como respuesta, sencillamente comprendió que era el deber que el destino les había impuesto. Como a las mujeres, dar a luz. Como a Dios, ignorar llanamente. Y fue así como el pequeño Arthur se hizo cargo de organizar los miles de libros desperdigados en el sótano de su hogar. Cuando la noche llegaba, arrancaba un puñado de páginas de alguno de los ejemplares, subía a la sala que el tiempo convirtió en su habitación y allí, en una esquina, encendía el fuego de una enorme chimenea que segundos después consumía voraz el papel y la tinta. Una vez quemadas las hojas, por el conducto de la chimenea escapaba un torrente de letras, una oleada de ideas, pensamientos y sentimientos que volaban y calaban hondo en el corazón de los habitantes del pueblo en el que Arthur vivía. Citas de Voltaire, Shakespeare o Goethe deambulaban por ahí hasta encontrar una persona en la que posarse.
Mientras los inviernos llegaban y se marchaban, el pequeño Arthur pasó a ser joven y después un hombre. En un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en señor. El señor Hickell. El viejo encorvado de calva míseramente decorada con un par de blancos cabellos. El abuelo de todos y padre de nadie que nunca vio necesidad de hablar a sus vecinos. Encerrado en su casa, su única misión fue siempre la de leer sus libros antes de echarlos a la hoguera para alimentar al pueblo.
Pero una noche cuando bajó cojeando hacia el sótano tan solo halló cientos de cajas vacías y el aroma a partida de lo único que siempre amó. Se percató por vez primera de que había agotado sus tomos empolvados. Abatido, volvió junto a la chimenea y se desplomó en un sillón, contemplando el fuego ansioso por una historia que no iba a llegar. El señor Hickell apenas acertó a descubrir que su vida se había escapado como las páginas que solían dormir entre sus manos. Y ahora que habían dado un último adiós, su existencia quedaba sentenciada.
A la mañana siguiente, poco antes de que el alba despuntara en el horizonte, el caos comenzó. Ríos de gente ignorante peleaban, robaban y destrozaban todo lo que se cruzaba en su camino. Y en medio de ellos, una turba demente e iracunda se encaminó hacia el hogar del señor Hickell. No sabían por qué, pero todos coincidían en que él era el culpable de todo, con su inexorable pasividad y mutismo inquebrantable. Lo hallaron en la sala, su mirada perdida en un fuego casi consumido por completo. Tras un breve silencio como el aire que precede la tormenta, se abalanzaron sobre él. Lo apalearon brutalmente. Tiñeron sus pocos cabellos blancos de un rojo asesino. Después lo arrojaron a la chimenea y avivaron el fuego que se extinguía.
No sólo el cuerpo de Arthur Hickell ardió. También lo hicieron su alma y espíritu, de modo que sobre la población arrasada cayó un humo teñido de soledad, culpa, amargura y letras borrosas. Se lamentaron, pero sólo un poco. Eran humanos. Humanos que no sabían leer.
Jef Volkjten.
Mientras los inviernos llegaban y se marchaban, el pequeño Arthur pasó a ser joven y después un hombre. En un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en señor. El señor Hickell. El viejo encorvado de calva míseramente decorada con un par de blancos cabellos. El abuelo de todos y padre de nadie que nunca vio necesidad de hablar a sus vecinos. Encerrado en su casa, su única misión fue siempre la de leer sus libros antes de echarlos a la hoguera para alimentar al pueblo.
Pero una noche cuando bajó cojeando hacia el sótano tan solo halló cientos de cajas vacías y el aroma a partida de lo único que siempre amó. Se percató por vez primera de que había agotado sus tomos empolvados. Abatido, volvió junto a la chimenea y se desplomó en un sillón, contemplando el fuego ansioso por una historia que no iba a llegar. El señor Hickell apenas acertó a descubrir que su vida se había escapado como las páginas que solían dormir entre sus manos. Y ahora que habían dado un último adiós, su existencia quedaba sentenciada.
A la mañana siguiente, poco antes de que el alba despuntara en el horizonte, el caos comenzó. Ríos de gente ignorante peleaban, robaban y destrozaban todo lo que se cruzaba en su camino. Y en medio de ellos, una turba demente e iracunda se encaminó hacia el hogar del señor Hickell. No sabían por qué, pero todos coincidían en que él era el culpable de todo, con su inexorable pasividad y mutismo inquebrantable. Lo hallaron en la sala, su mirada perdida en un fuego casi consumido por completo. Tras un breve silencio como el aire que precede la tormenta, se abalanzaron sobre él. Lo apalearon brutalmente. Tiñeron sus pocos cabellos blancos de un rojo asesino. Después lo arrojaron a la chimenea y avivaron el fuego que se extinguía.
No sólo el cuerpo de Arthur Hickell ardió. También lo hicieron su alma y espíritu, de modo que sobre la población arrasada cayó un humo teñido de soledad, culpa, amargura y letras borrosas. Se lamentaron, pero sólo un poco. Eran humanos. Humanos que no sabían leer.
Jef Volkjten.
Muy bueno! Muy triste! Un placer visitarte. Pronto regreso por aqui.
ResponderEliminarhttp://cuentosdensueno.blogspot.com
http://a212grados.blogspot.com
Gracias! Es de un amigo que me encanta como escribe... y con su permiso decidi compartir este relato corto en el blog, para que los que lo visitais podais disfrutarlo tambien... Un saludo!! Prometo visitarte!!
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